Esa
misma tarde, Elías había decidido enseñar a su hijo a cazar, contemplarían el
paisaje, comerían tortilla de patatas con chorizo cocinada por su mujer y
vivirían una buena tarde de campo en familia.
Padre
e hijo compartían tiempo y disfrutaban del sol, la escopeta había pasado a un
segundo plano y el chico era feliz; su padre por fin le dedicaba una sonrisa.
Caminaban por un sendero que ellos mismos construyeron con piedras que Samuel
encontraba; justificaba que todas ellas tenían forma de animal y por eso las
elegía.
Las
pecas agrupadas en el rostro de Samuel reflejaban su edad y la inocencia estaba
presente. Siguieron caminando sin rumbo, esperaban encontrar un paisaje
encantado, una cueva en la que habitara un ogro de un solo ojo que los invitara
a merendar, un genio escondido tras un árbol que le regalara sus mayores deseos
o tal vez una casa de chocolate como la de Hansel y Gretel pero sin una bruja
malvada que quisiera guisarlos en el horno.
En
lugar de esto, llegaron a un llano anaranjado con pinos en la lejanía. Unos
cuernos asomaban entre el espesor de la hierba, era un ciervo que movía sus
orejas y parecía querer descifrar lo que pensaban los dos humanos que se
encontraban frente a él.
Samuel
quiso gritar de emoción en el mismo instante que Elías tapó su boca para que
callase. Sus manos fueron a parar muy despacio en el rifle y quitó el seguro
del mismo.
La
bala que Elías proyectó, fue su sufrimiento y el de su progenitor. El pequeño
se abalanzó, puso su cuerpo entre el ciervo y el fusil culpable de la tragedia.
Elías
lloraba, vio como el ciervo se escondía en el bosque. Se sentó al lado del
diminuto cuerpo, con las piernas recogidas y el niño en su regazo. Escribió en
sus recuerdos:
“Un
atardecer, senté a la Belleza sobre mis rodillas. Y la encontré amarga. Y la
insulté”
Arthur Rimbaud
Arthur Rimbaud
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