sábado, 13 de enero de 2018

El arma homicida

Sábanas blancas: había pasado la noche allí, rodeada entre algodones. No era su cama, no era su casa, ni su entorno.

Ya había despertado en ese hotel muchas veces pero no se acostumbraba a su olor y a lo que significaba estar allí: trabajo.

Había viajado a la ciudad solo para eso, su profesión la necesitaba más que nunca, tenía una obligación consigo misma y con sus pacientes, sobre todo con Ismael.

Le diagnosticaron, años atrás, depresión. Había entrado en un bucle del que no podía salir, no había superado la desaparición de su hermana cuando eran niños. Conocía su vida, sus costumbres, las personas de las que se rodeaba; sabía quién era su familia sin haberlos visto. 

Ismael había amanecido muerto, la gente murmuraba que se había suicidado pero el arma homicida no se encontraba en su habitación. Una puñalada justo en el corazón.

La policía la interrogó de manera minuciosa y a pesar de que no volvieron a visitarla, María quería pasar allí unos días, ayudar en el caso y vigilar la escena para corroborar que, definitivamente, estaba eliminada de la lista de sospechosos.

Se acercó al lugar del crimen como todas las mañanas desde que ocurrió el asesinato, se sentó como una colaboradora más -"la psicóloga de Ismael"- así la presentaban. 

Iba y venía siempre radiante, lloraba cuando tenía que hacerlo, opinaba sobre Ismael cuando le preguntaban y decidía culpables sin saber. Iba y venía siempre con el mismo bolso colgado al hombro, la misma cartera, los mismos pañuelos, esos guantes blancos de latex y el cuchillo ensangrentado: jamás se despegaría de ese bolso.


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