lunes, 13 de agosto de 2018

Espantapájaros

Claudia se había mudado a aquella casa de campo cuando su padre decidió labrar las tierras que había heredado de su hermano mayor.

Había dejado el trabajo de oficinista, se había divorciado de su madre y luchar por la custodia fue una tarea que le llevó largos meses de quebraderos de cabeza. Ella ni siquiera sabía con quién iba a vivir; había aprendido a adaptarse a la situación. 

Sabía que su madre perdería la batalla: sus inseguridades y su falta de empatía no la acompañaban ante tal situación. Ella misma deseaba que Claudia cumpliese la mayoría de edad; se lo había repetido muchas veces desde que empezaron con los trámites del divorcio.

- Claudia, cuando cumplas dieciocho podrás vivir conmigo.

Lo que su madre no sabía es que en caso de poder elegir, su padre era la mejor opción.

La vida en el campo era normal, se adaptaron pronto y el instituto estaba a diez minutos en bicicleta. 
Una mañana observó que su padre había construído un espantapájaros, de tamaño mediano. Nunca se le había dado bien las manualidades, pero el trabajo estaba muy conseguido.

Esa misma noche, al asomarse por la ventana, descubrió que el espantapájaros la miraba con ojos inertes pero muy expresivos. Se asustó ante la idea de encontrarle un significado a aquella mirada que ya había visto antes.

Le entró el pánico pero corrió a la cama de su padre y se tapó con sus sábanas a la espera de que él la arropase: igual que cuando era una niña. Eso no ocurrió, pero al menos pudo sentir su respiración. Supo que se había dado cuenta de que estaba allí cuando le acarició el rostro y se dio la vuelta.

Llevaba mucho tiempo sin ver a su madre y cuando despertó, decidió telefonearla: no contestó. Ni en esa ocasión, ni en las posteriores veinte llamadas. Lloró como nunca.

 - Papá, ¿y el espantapájaros? ¿cómo lo has hecho?- dijo
- ¿Quieres que hagamos un espantapájaros?
- ¡Ya tenemos uno! ¿Qué te pasa?
- Cariño, no sé de qué estás hablando. No hay ningún espantapájaros ahí fuera. Mira.

Señaló tras la puerta de la cocina y comprobó boquiabierta que era cierto, la figura de trapo había desaparecido.

- ¿Dónde está mamá? -
- Tu madre sigue sin aparecer. Desde que se dictó que vivirías conmigo, no sé nada de ella. No te preocupes, ya te llamará, siempre lo hace.

Más de veinte llamadas perdidas cada día, un muñeco de trapo y una mirada que la persiguió todas las noches hasta el fin de sus días: su madre jamás apareció.


Seres mitológicos

Estoy sentada en el suelo, con las piernas cruzadas. En el sofá está mi hermano, dormido. Todo está en silencio; él ha llegado de trabajar ...