miércoles, 18 de enero de 2017

Doce de Diciembre



Cuenta la leyenda que muchos años atrás, la princesa Elena del país Olvido era una chiquilla caprichosa, testaruda y prepotente. A pesar de su corta edad, lucía siempre trajes de terciopelo, corsés que dificultaban la respiración y le hacían abultar el pecho que aún no tenía. Su mayor obsesión eran los zapatos, de todas formas y colores, inventaba cada día una nueva excusa para poder conseguir los más caros, los más valiosos y aquellos de colección única. Para ella no importaban las dificultades que sus allegados pudiesen sufrir para conseguir lo que se proponía, Elena ni siquiera salía del castillo de cuento de hadas que su padre construyó para ella antes de su muerte.

Una mañana amaneció nevando, la ventisca se apoderaba de toda la ciudad y era imposible avanzar varios pasos sin tropezar. Era doce de diciembre y la princesa preparaba entusiasmada su fiesta de matrimonio. Las malas lenguas dicen que era demasiado joven, sin embargo la edad no queda escrita en los libros.

El día de su boda tenía previsto llevar los zapatos más espectaculares que pudieran verse en todo el reino. Debido a ello, sus lacayos no podían demorarse más en conseguir este obsequio.

- Pero, su majestad...el temporal - balbuceó uno de ellos.

Elena no se inmutó, su rostro seguía serio y las manos alzaban su corona. Todos se preguntaban por qué tenían que salir si podían ocurrir desgracias debido al mal tiempo.

- Elena ha colocado la corona en el mapa y señala Granada. Eso significa que vuestro destino para conseguir el regalo de la princesa no ha cambiado -

El futuro príncipe no tuvo que decir nada más, todos lo miraron callados y partieron.

No se sabe qué ocurrió exactamente con los sirvientes que emprendieron camino hacia aquel lugar, jamás aparecieron y los zapatos tampoco. Cuentan que una gran laguna de hielo se rompió mientras pasaban a tientas con el bonito calzado y que el frío se adentró por sus huesos hasta la muerte.
Eso debió pasarle también a la princesa Elena, su corazón quedó petrificado como témpano de hielo y el resto de su vida anduvo descalza, esperando ese par de zapatos que jamás llegó.

En este pequeño rincón de España, en el país Olvido, está prohibido llevar zapatos por miedo a que la princesa despierte de su locura, y vuelva al día doce de diciembre, cuando hizo desaparecer a la mitad de un pueblo olvidado; olvidado para siempre por unos zapatos.



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miércoles, 11 de enero de 2017

El libro

Llovía dentro de la casa de campo, unas goteras en el techo del pequeño ático inundaba la estancia, tormenta de verano. Marta prefería no subir por esas escaleras, no en ese momento. 
Su madre insistía para que ésta le ayudase, ella miraba a su padre en el sofá viendo la televisión, a su abuelo dormido con la boina cubriéndole los ojos y a su hermano en un escalón sentado observándola.

- ¿Tiene que ser ahora? 

Solo se escucharon pasos alejándose y a una madre enfadada volviendo a la faena. 

- ¿Tiene que ser ahora? - gritó con más fuerza.

Nadie contestó y una sonrisa se escapó en el rostro de Arturo, su hermano. Estaba leyendo otra vez ese libro, el que se encontró cuando llegaron para pasar las vacaciones en familia y del cual no se había despegado. 

Ella no podía leerlo, no se atrevía a hacerlo debido al comportamiento de su hermano en esas últimas semanas. Se levantaba muy temprano, la contemplaba con cautela al lado de su cama hasta que ella despertaba, le sonreía sin decir palabra, tenía la costumbre de esperar impaciente algo que no llegaba en la mitad del recorrido de la escalera y sus ojos parecían ser blancos cuando Marta intentaba dirigirse a él. No quería subirlas si Arturo le impedía el paso.

- ¿Por qué no te ayuda Arturo mamá? 

La sonrisa dibujada en la cara de éste desapareció, dejó caer el libro al suelo y cuando iba caminando en busca de su madre se giró, señaló a su hermana con la mirada e hizo lo mismo con su libro. Era una señal, al menos Marta así lo interpretó. 

- ¡Abre el libro por la página 82!

La voz de su madre la pilló desprevenida cuando ella ya tenía el libro entre sus manos. Volvió a decir:

- Me ha dicho tu hermano que lo hagas, quiere compartir la lectura contigo

A Marta le temblaban las manos, abrió el libro por la página indicada y ante su mirada atónita pudo leer: 

"Es hora de subir las escaleras ¿no crees?, mamá puede estar en peligro". 


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lunes, 2 de enero de 2017

La eterna juzgada

El canto del pájaro la interrumpió de su siesta, mostraba su piel medio desnuda al sol, tapaba sus intimidades con una camisa y un vaquero algo escueto de tela y a todos encandilaba. No sería por su belleza, ésta quedaba camuflada tras los todavía granos de la adolescencia y esa grasa que empezaba a acumular por cada recoveco de su cuerpo. Sin embargo, le gustaba la imagen que reflejaba el espejo, estaba enamorada de sí misma y no le importaba nada lo que dijesen los demás.

A pesar de esto, ellas la señalaban, las malas lenguas decían que se acostaba con todo hombre que se le presentara y que  el sexo era su única compañía. Razón no les faltaba, estaba sola y se cobijaba en camas de desconocidos todas las noches de sábado, cuando encontraba algún hueco en su ajetreada agenda de joven estudiante y trabajadora. Se reían a su espalda y la juzgaban.

Ellos la inquietaban, estudiaban sus piernas, le lanzaban besos obscenos al aire y guiños irrespetuosos. ¡Pobrecitos!, no entendían que ellos jamás disfrutarían de sus encantos, no ante cualquiera liberaba su cola de sirena.

- ¡Puta! - escuchó no muy lejos de allí, parecía una voz femenina. No se giró, prefirió seguir caminando por el césped descalza y mostrar su hechizo con cada paso que daba. Envidia, pensaba. 

Por un instante se llevó la mano a sus labios insípidos y recordó la humillación de la vez pasada tras un suspiro. - Errores tenemos todos - lloró, jamás volvería a pasar, tendría que ser mucho más selectiva y cuidar cada detalle.

La juzgaban por no enamorarse, porque prefería danzar en colchones desgastados y jugar a perderse en el infierno si hacerlo se consideraba pecar. La juzgaban porque era mujer de varios hombres y no hombre de muchas mujeres. 

Siguió caminando sin rumbo, a su lado pasó apresurado un niño que no llegaba a los 8 años de edad, persiguiendo una mariposa. Deseaba tener esa edad de nuevo, ser esa criatura inocente que corría con los ojos cerrados y que no distinguía de género ni de desigualdad de sexos, ¿la juzgarían entonces? 

Con esa pregunta se echó una vez más en el césped, dispuesta a dormir otra vez y evadiéndose de la realidad, pero jamás intentando huir de lo que ella consideraba su única forma de vida. 

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Seres mitológicos

Estoy sentada en el suelo, con las piernas cruzadas. En el sofá está mi hermano, dormido. Todo está en silencio; él ha llegado de trabajar ...