domingo, 27 de agosto de 2017

Mazmorra

Tocaba el violín, el único objeto que le habían permitido quedarse. El paso de los días le había ensuciado y desintegrado la ropa, hasta tal punto que solo cubría su cuerpo una fina capa de mugre y estiércol; la tela no era visible al ojo humano.

No había nada, ni nadie. Un pequeño cuarto con las esquinas cubiertas de hierbajos secos que parecían entrar del exterior.

- La naturaleza no tiene límites - pensó.

Siempre estaba oscuro, rara vez alguien abría la puerta para dejarle un cuenco de agua con el que calmar la sed y podía comprobar que el cielo seguía azul.

Esa vez soñó que hacía música en la gran sala principal, otra vez rodeado por sus alumnos de alta cuna y ante las miradas enamoradas de doncellas invitadas a palacio.

Estaba ella, como siempre radiante, de ojos castaños en forma de oliva, perfectos. Su cabello azabache parecía querer volar con cada nota. La sinfonía se hacía interminable, solo quería hablar con aquella dama que le dedicaba sonrisas distraídas. 
Cuando abrió los ojos, a pesar de la oscuridad pudo verla, hermosa. Parecía un ángel que había llegado para rescatarle o para llevárselo a un lugar mejor y descansar para siempre.
Ante sus ojos moribundos recordaba el día del juicio; apenas duró quince minutos, el tiempo suficiente para que todas las manos de la nobleza lo señalaran y juzgaran por lo que había hecho.
- No sabía que era menor de edad, lo juro -

Había dicho.

- Es cierto, no lo sabía -

Respondió ella, hasta con el rostro empapado de lágrimas era preciosa.

El violinista extranjero pensaba quedarse junto a ella, casarse cuando fuese oportuno y pasar la vida agarrado de su mano. Sin embargo, esa doncella no era una simple sirvienta, no era una costurera y tampoco una campesina.

Había yacido con la hija del Rey, no sabía quién era pero nadie se lo perdonaría jamás.


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miércoles, 16 de agosto de 2017

Basado en hechos reales

La arena se le escapaba de entre los dedos, había sido un día duro. Observaba a su padre arrodillado en la orilla, con el semblante agachado y las manos impregnadas en sangre. 

Se dijo así mismo hacía un par de semanas que no lo volvería a hacer. Se mantendría al margen de todo, saldría a la calle a pasear, no se sentaría en la parada del autobús a esperarla enojado, no volvería a juzgar sin preguntar, no la amenazaría a golpe de insultos y ayudaría en el hogar.

Se lo había prometido a las dos, a ella y a su madre. Pero había fallado, como siempre.

Marta tiritaba, se hacía de noche y quería volver a casa. Él la había obligado a acompañarle:

- Te vienes conmigo

Lo notaba asustado. Era cruel, muy fuerte y en ese momento, más que nunca, un cobarde. 

Ella ya no era una niña, sabía que habían tenido otra discusión. Encerrada en su habitación notó el llanto de su madre, el puño de su padre y el silencio. La misma rutina. 

Se paseaba por la calle a la vista de todos con la ropa ensangrentada, de su mano iba agarrada su hija. Nadie se paraba y preguntaba, miraban hacia otro lado a pesar de que Marta echó a llorar. 

Pararon en un bar para cenar y se sentaron en frente del televisor; la hora de las noticias.

- Una mujer ha sido hallada sin vida en su vivienda. Los hechos apuntan a su marido, el cual pasea por las calles de la ciudad envuelto en su sangre y de la mano de la hija de ambos. Un golpe duro para la pequeña. Una víctima más de la violencia de género.

Los habitantes cerraban los ojos al mismo tiempo que contemplaban al asesino mientras comía y a la niña. Alguna razón tendría.

Los susurros se desvanecieron, Marta escapó de su realidad e intentó sonreír a su progenitor, sin éxito alguno.


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Seres mitológicos

Estoy sentada en el suelo, con las piernas cruzadas. En el sofá está mi hermano, dormido. Todo está en silencio; él ha llegado de trabajar ...