domingo, 27 de agosto de 2017

Mazmorra

Tocaba el violín, el único objeto que le habían permitido quedarse. El paso de los días le había ensuciado y desintegrado la ropa, hasta tal punto que solo cubría su cuerpo una fina capa de mugre y estiércol; la tela no era visible al ojo humano.

No había nada, ni nadie. Un pequeño cuarto con las esquinas cubiertas de hierbajos secos que parecían entrar del exterior.

- La naturaleza no tiene límites - pensó.

Siempre estaba oscuro, rara vez alguien abría la puerta para dejarle un cuenco de agua con el que calmar la sed y podía comprobar que el cielo seguía azul.

Esa vez soñó que hacía música en la gran sala principal, otra vez rodeado por sus alumnos de alta cuna y ante las miradas enamoradas de doncellas invitadas a palacio.

Estaba ella, como siempre radiante, de ojos castaños en forma de oliva, perfectos. Su cabello azabache parecía querer volar con cada nota. La sinfonía se hacía interminable, solo quería hablar con aquella dama que le dedicaba sonrisas distraídas. 
Cuando abrió los ojos, a pesar de la oscuridad pudo verla, hermosa. Parecía un ángel que había llegado para rescatarle o para llevárselo a un lugar mejor y descansar para siempre.
Ante sus ojos moribundos recordaba el día del juicio; apenas duró quince minutos, el tiempo suficiente para que todas las manos de la nobleza lo señalaran y juzgaran por lo que había hecho.
- No sabía que era menor de edad, lo juro -

Había dicho.

- Es cierto, no lo sabía -

Respondió ella, hasta con el rostro empapado de lágrimas era preciosa.

El violinista extranjero pensaba quedarse junto a ella, casarse cuando fuese oportuno y pasar la vida agarrado de su mano. Sin embargo, esa doncella no era una simple sirvienta, no era una costurera y tampoco una campesina.

Había yacido con la hija del Rey, no sabía quién era pero nadie se lo perdonaría jamás.


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