domingo, 22 de abril de 2018

Ser mitológico

Era inapropiado volver. Los sueños de Iván no habían desaparecido y acercarse a la costa hacía aumentar su incertidumbre. Hubiera preferido viajar a cualquier otra parte del mundo que no estuviera relacionada con el mar. El sonido de las olas le revolvía el estómago y la arena pegada a su cuerpo no era un buen recuerdo de su infancia.

Así lo quiso Julia, su mujer decidió el destino para que sus pesadillas se esfumaran. Habían ido a terapia de pareja y esa psicóloga había insistido en que el origen de las discusiones era su insomnio y que éste se iría si descubría de dónde provenía ese miedo al agua.

Sus hijas los acompañaban, Miriam se había puesto los manguitos cuando entraron al coche y Nerea no paraba de repetir cuánto faltaba desde que salieron de la ciudad.

Entraron a la casa de sus padres, deshabitada desde hacía más de quince años. Las fotos seguían en el mismo sitio, el tocadiscos estaba intacto y las figuras de madera de su padre estaban colocadas tal y como recordaba.

Cuando le comunicaron que su madre había fallecido ni siquiera apareció para despedirse. Había pasado tanto tiempo desde que se marchó de casa que la poca relación que tenía con ella se había evaporado. La distancia rompió lo que su padre había intentado unir antes de que el cáncer se lo llevara.

El pecho empezó a arderle cuando rozó la talla de un híbrido mitológico. Lo que Julia decía que era una mancha de nacimiento se había transformado en un beso grabado a fuego en su cuerpo. No se extrañó de la reacción: el mar estaba muy cerca y ella también.

No estaba preparado para afrontar la realidad. El mar lo engullía justo cuando ella intentaba salvarlo, aparecer en la orilla con unos labios sellados en su pecho y un collar de conchas en su mano no era solo un sueño.

Salió y posó sus pies descalzos en la arena, anduvo hasta la orilla más alejada de la casa, fuera de la vista de sus niñas y Julia. 

Allí fue donde se enamoró. Cuando la sal rozó su piel, el canto hipnótico de sirena volvía a él.

La recordaba a la perfección: tenía las manos escamadas, los ojos rasgados y el pelo muy negro. La conoció mientras pescaba sin saber qué escondía bajo el agua ese torso desnudo y esa sonrisa encantadoramente siniestra.

Su padre le contaba que por allí habitaban sirenas. Intentó besarla sin éxito y encandilado se adentró en el mar guiado por ella. Las olas jugaron con su cuerpo hasta que el baile del agua lo expulsó. Tenía en su pecho un arañazo parecido a un beso y en sus manos piedras de la orilla. La pesadilla había manipulado los detalles, que le hacían ver a Iván que la mujer del agua lo había salvado por amor.

Lloraba al comprobar que allí estaba otra vez, frente a él y parecía llamarlo. Era bellísima, como antaño quiso besarla. Se acercó con tiento, el agua en calma le llegaba por la cintura. La criatura se dejó abrazar y de forma suave hizo que se hundiera con ella: no opuso resistencia, se introdujo en un beso eterno hasta que sus pulmones se encharcaron.

Nunca se fue, la muerte siempre había estado esperándolo en forma de sirena.



Virginia Espinosa. 22/04/2018

Seres mitológicos

Estoy sentada en el suelo, con las piernas cruzadas. En el sofá está mi hermano, dormido. Todo está en silencio; él ha llegado de trabajar ...