sábado, 22 de abril de 2017

La hiedra del tejado

Elvira no pidió regalos en su pasado cumpleaños. A pesar de ello, sus padres la obsequiaron con un nuevo ordenador y su pareja había decidido comprarle un ramo de flores. 
Tras recibir éste último y con una sonrisa, dijo:

- ¿Es el día de Reyes? -

Las miradas eran fulminantes, nadie había entendido el significado de sus palabras. El tartamudeo de Óscar rompió el silencio con poco éxito. Elvira negó con la cabeza y se levantó en silencio, a los pocos segundos desaparecía del comedor donde las dos velas de la tarta acababan de consumirse.

En la cocina cogió un vaso en el  que cupiesen las flores, lo llenó de agua y lo dejó al lado de la figura de la virgen que decoraba la entrada. El ramo era bonito pero no iba a ponerlo en su habitación.

Óscar no subió, se despidió de los padres de Elvira con dos besos sonoros a cada uno y cerró la puerta tras su salida. Su adiós se fundía con los gritos de los niños que habían en la calle y que luchaban por coger caramelos. Desde ese día, Elvira nunca más supo de él.

Pasó el tiempo, dos meses quizá; ella estaba sentada en el escalón de la entrada con un libro entre sus manos. No leía, observaba cada detalle de la flor que se había posado en una de sus hojas. Ésta parecía haberse desprendido de la hiedra del tejado. 

Elvira miró hacia arriba, escapándosele así una lágrima al recordar que no, no había hiedra en la entrada de su casa. El pétalo seco no había caído en el libro, lo puso ella misma allí, procedía de una de las flores que Óscar le regaló aquel frío día de Enero y que sí era el día de Reyes.


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miércoles, 19 de abril de 2017

Y si...



Margarita había llegado tarde. Su compañera de pupitre la miró extrañada cuando entró a clase, ella solía ser muy puntual.

Doña Claudia no hizo preguntas y la dejó pasar. Se sentó, en silencio abrió la mochila y sacó el libro de latín, estudiar idioma no era lo suyo. Escuchaba la lección apoyada a la pared, ese día no se había levantado con buen pie; desde que empezó bachillerato ninguna mañana lo hacía.

Cogió un lápiz y sin pensarlo dibujó en la mesa la imagen de un perro que antes de entrar al instituto se había acercado a ella y rogaba comida. Dibujaba sin esconderse, parecía no importarle lo que pasaba a su alrededor.

-         - Tss, tía… para.

El aviso de su amiga no llegó a tiempo y al otro lado del aula alguien dijo:

-         - Señorita García, veo que no le interesa mi clase. 

No hubo respuesta.

-         - En lugar de hacer gamberradas, debería interesarse un poco más por su educación. Atienda por favor.

A pesar de la insistencia de su profesora, ella seguía en su mundo de fantasía. Sombreaba su dibujo y por la expresión de su rostro, se podía ver que estaba orgullosa del resultado.

Arrancó una hoja de su cuaderno con tiento, a escondidas pudo coger su caja de lápices de colores y empezó a crear. Su imaginación volaba.

Una sombra a su lado la interrumpió, alzó la vista y todos la miraban. Doña Claudia a su vera intentaba descifrar lo que su alumna hacía. Le quitó de sus manos el papel, lo tiró a la basura y observó con desprecio el manchurrón que había en el escritorio.

-          - Limpia “eso” y después hablamos con el director. Fuera de clase.

Margarita no mencionó palabra, ella solo borró su pequeña obra de arte tras un suspiro.


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miércoles, 5 de abril de 2017

La escopeta, la bala y el ciervo


Esa misma tarde, Elías había decidido enseñar a su hijo a cazar, contemplarían el paisaje, comerían tortilla de patatas con chorizo cocinada por su mujer y vivirían una buena tarde de campo en familia.
 
Padre e hijo compartían tiempo y disfrutaban del sol, la escopeta había pasado a un segundo plano y el chico era feliz; su padre por fin le dedicaba una sonrisa. Caminaban por un sendero que ellos mismos construyeron con piedras que Samuel encontraba; justificaba que todas ellas tenían forma de animal y por eso las elegía. 

Las pecas agrupadas en el rostro de Samuel reflejaban su edad y la inocencia estaba presente. Siguieron caminando sin rumbo, esperaban encontrar un paisaje encantado, una cueva en la que habitara un ogro de un solo ojo que los invitara a merendar, un genio escondido tras un árbol que le regalara sus mayores deseos o tal vez una casa de chocolate como la de Hansel y Gretel pero sin una bruja malvada que quisiera guisarlos en el horno. 

En lugar de esto, llegaron a un llano anaranjado con pinos en la lejanía. Unos cuernos asomaban entre el espesor de la hierba, era un ciervo que movía sus orejas y parecía querer descifrar lo que pensaban los dos humanos que se encontraban frente a él.  


Samuel quiso gritar de emoción en el mismo instante que Elías tapó su boca para que callase. Sus manos fueron a parar muy despacio en el rifle y quitó el seguro del mismo.

- Mira hijo, así se hace

La bala que Elías proyectó, fue su sufrimiento y el de su progenitor. El pequeño se abalanzó, puso su cuerpo entre el ciervo y el fusil culpable de la tragedia.


Elías lloraba, vio como el ciervo se escondía en el bosque. Se sentó al lado del diminuto cuerpo, con las piernas recogidas y el niño en su regazo. Escribió en sus recuerdos:


“Un atardecer, senté a la Belleza sobre mis rodillas. Y la encontré amarga. Y la insulté” 
Arthur Rimbaud

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Seres mitológicos

Estoy sentada en el suelo, con las piernas cruzadas. En el sofá está mi hermano, dormido. Todo está en silencio; él ha llegado de trabajar ...