lunes, 19 de junio de 2017

Cristal

Arturo observaba a Cristal corretear alrededor de la casita de madera. Impaciente, perseguía al nervioso Curro, que babeaba la pelota con la que quería jugar y no dejaba que la pequeña se la quitase.

Tenía el cabello rubio, los tirabuzones caían como oleaje hasta sus hombros. Su risa marcaba unos hoyuelos prominentes en su rostro y achinaba sus ojos; amarillentos, similar al trigo. La mancha de nacimiento en la punta de su nariz se parecía a la suya, pero sus facciones eran iguales a las de ella. 

Sonrió en ese momento a la nada callada, sumisa y a pesar de la alegría, se sintió desvanecer: la echaba de menos.

Por un instante, Cristal evocaba el reflejo de su madre. Las calles otra vez se encontraban asfaltadas de pedrizas, los gritos de los niños y niñas eran recientes y su voz en el oído le recordaba que no estaba solo. 

Se acordaba de la primera vez que él y Melissa se dieron la mano, en un gesto dubitativo y comprometedor, cuando tan solo contaban con catorce años de edad. Por aquel entonces, no se imaginaban que veinte años después engendrarían a una niña tan preciosa. 

Hacía un par de meses que su mujer se había ido de casa. Vació los armarios de sus pertenencias y en una nota escribió:

- Cuida de Cristal - 

Su papel de padre había cambiado, ahora no solo jugaba con su hija y le leía un cuento antes de dormir. Le hacía la comida, la llevaba al colegio y escuchaba con atención los problemas que tenía con sus amigas. Descubrió un mundo nuevo en su pequeña de cinco años.

Cristal había dejado de preguntar por Melissa dos semanas después de su marcha. No sabía cuando regresaría, ni siquiera si la volvería a ver. 

A pesar de todo, él no necesitaba a más mujer que la que ya tenía a su lado.

- Cristal, lávate las manos, es la hora de cenar.


Resultado de imagen de padre e hija





 

 

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