martes, 1 de noviembre de 2016

La noche de la hipnosis



Emitió un gemido desgarrador, ya sabíamos que el dolor era agudo, su cuerpo sudaba, sus manos temblaban y su olor desprendía putrefacción. Le había llegado la hora. 

El reloj marcaba las ocho en punto, el fuego caldeaba el ambiente y la mesa estaba llena de comida. En el centro del banquete había una pequeña conmemoración a alguien que algún día fue.

El miedo era el protagonista de la escena, nadie sabía cómo ocurrió pero todos sospechábamos de todos, nos agarrábamos las manos en señal de consuelo e intentábamos llorar sin conseguirlo. Ni una lágrima evitaba la aprensión. 

En la habitación contigua la luz empezaba a menguar, señal de que anochecía, Víctor aún no había muerto y sin embargo la celebración por ello ya estaba en marcha. Era un chico que no causaba simpatía a nadie, sin embargo nunca nos habríamos atrevido a hacerle daño, era una cuestión que no encajaba con nuestros principios, ni siquiera en aquella noche en la que todo ocurrió.

Esa noche su actitud no era la misma, sus ojos transmitían inseguridad y su forma de andar era anómala. Hacía tiempo que dejó la hipnosis, ya no frecuentaba el local del viejo Naím, le habíamos prohibido salir de nuestro hogar sin acompañante, pero entre las sombras parecía haber vuelto a sus malas costumbres.

Desde la ventana lo vimos pasar, tenía la mirada perdida y balbuceaba cosas sin sentido. Definitivamente alguien lo había transportado al mundo de los sueños, anhelado por él desde que su madre murió siendo un niño. Estaba viajando a través del tiempo, ¿quién le habría abierto el cerrojo para salir de nuestra comunidad?

En la sala nos mirábamos de reojo, alguno de nosotros nos había fallado y sabía que el día que Víctor volviera a salir para pecar, sería su fin. Proseguimos como debíamos, juntamos nuestras manos para rezar ante un Víctor que lo destrozaba todo a su paso. Tenía una fuerza descomunal y su propio cuerpo creaba convulsiones que no habíamos observado antes. Nos asustamos y seguimos rezando. Víctor jamás volvería. 

Eran las ocho en punto, tal y como obligaba la tradición nos pusimos en círculo contemplando la cama que cobijaba el miedo en persona. Víctor atado y perturbado observaba con detenimiento nuestras manos unidas, rezándole a un Dios que no existía, al menos ya no para él.

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